Cuando la siguiente generación de emociones cumplía aproximadamente dieciocho años, cada persona se presentaba en La Corte para ser juzgada. Los jueces -los inmortales hermanos honestidad-, demandaban una muestra de sangre para que el dictamen pudiese llevarse a cabo exitosamente. La sangre se vertía sobre una balanza y se pesaba contra la pluma de la verdad, una que los hermanos habían creado combinando sus poderes. Los jueces comenzaban a hacer preguntas, cuestionando la moral del enjuiciado: ¿Eres digno de pasar tu vida en el paraíso?
Si la balanza se inclinaba del lado de la pluma, significaba que el alma era pura, y la persona podría disfrutar de la tranquilidad del reino de los cielos cuando su tiempo en esta vida acabase. Si se inclinaba del lado de la sangre, al fallecer estaría destinada a sufrir por sus pecados en el infierno.
La ceremonia era simple.
Solamente dictaba donde pasarías el resto de la eternidad cuando tus días acabasen.
Justo ese día, la segunda generación de emociones cumplía dieciocho.
"Siguiente", gruñó el guardia con su voz reseca, arreglando su sombrero. La chica en frente a mí se adentró en la cámara, dubitativa. Un joven alto e imponente pasó a su lado en dirección opuesta, con expresión triunfante. Eso solo podía significar una cosa: cuando su tiempo acabase, él pasaría el resto de la eternidad en el reino de la luz. Debe ser un Respeto, pensé.
Miré alrededor. Todas las personas en la fila tenían caras de aburrimiento o confianza… Suspiré. ¿Era el único que no sabía de qué rama de emociones provenía?
No sabía quiénes eran mis padres. Habían fallecido trágicamente o algo así. Había vivido en las calles desde entonces. No tenía la más mínima idea sobre la identidad de mis progenitores. No tenía idea si mi poder sería considerado "puro" por los hermanos honestidad ya que, para empezar, no tenía idea de cuál era.
Traté de considerarlo. ¿Tenía un alma pura?, no estaba seguro. No estaba seguro de nada. Solo sabía que a veces causaba una especie de consuelo a las personas, pero jamás intenté ser beneficioso para nadie.
La puerta de la cámara se abrió nuevamente. La chica salió un poco más calmada, guardándose un papelito en el bolsillo. Tomé un respiro profundo cuando el guardia indicó que pasara el siguiente. Pasé por la gigantesca puerta de madera hacia el tribunal.
Tuve que bajar unas escaleras de caracol para llegar a la corte. Caminé hacia el centro del amplio anfiteatro, mirando alrededor con curiosidad. El cuarto era amplio, nivel cancha de básquet, pero circular. Majestuosas columnas se erguían alrededor, uniéndose en una cúpula con varias pinturas de estilo renacentista. Miré a los jueces, tres hombres blancos de mediana edad, con el mismo corte de cabello y el mismo traje de vestir costoso. Me miraron con expresión seria desde el altar.
Uno de ellos me estudió a través de un monóculo con borde dorado. "Deja caer tu sangre en el plato", indicó. Desvié mi vista hacia la anticuada balanza a solo unos pasos de mí, donde una pluma roja brillante descansaba sobre uno de los platillos.
Fruncí el entrecejo. "¿Cómo?", pregunté y miré con curiosidad al que había hablado, lo que pareció desconcertarle. "La daga", indicó el juez a su lado, apuntando con el mentón hacia la balanza.
Miré hacia donde me indicó. Un reluciente cuchillo de unos veinte centímetros se encontraba ahora en la base junto al soporte de la balanza. Estaba seguro de que no estaba ahí hace unos segundos. Lo tomé y estudié el mango. Por un lado, figuras alegres y ángeles cantores se encontraban grabadas sobre la plata. Por el otro… tuve que apartar la vista. Imágenes horribles, de diversas formas de muerte y de almas atormentadas, se mostraban gráficamente.
Tragué saliva. "Deja caer tu sangre en la balanza", indicó el juez de la izquierda por segunda vez. Suspiré, y coloqué la punta de la daga contra mi muñeca, y la giré levemente. Coloqué mi brazo encima del platillo vacío de la balanza, con mi mano empuñando el cuchillo sobre la palma.
Estaba haciendo el movimiento para el corte, pero algo me detuvo. No, pensé. Esto es ridículo. Aún no he muerto. Aún no he terminado con mi vida… Aún podía hacer cosas malas… Después de todo, la muerte no discrimina entre santos y pecadores. Se lleva a cualquiera y, aun así, seguimos viviendo. Si la muerte no juzga… ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros?
"Tu sangre. En la balanza", dijo el juez de la derecha con una monotonía agobiante, como si estuviera cansado de repetirlo.
"No", dije después de un momento, negando con la cabeza. "No quiero que un humano igual de pecador que yo decida a dónde voy a ir cuando muera". Bajé la daga. "Me niego".
Lo que siguió ocurrió muy rápido. Le di la espalda a la balanza y desgarré mi piel con la daga en la zona de la muñeca. De inmediato, comenzó a caer sangre en el suelo a mi lado y todo a mi alrededor se volvió de tonos rojos y violeta. Lo último que vi antes de caer de rodillas fueron las caras de los jueces, y escuché cómo empezaron a gritarle a los guardias que me llevaran.
Utilicé todas las fuerzas que a mi cuerpo le quedaban para apuñalarme en el abdomen, justo antes de que los guardias me tomaran por los brazos. Pude ver y sentir la sangre empapar mi camisa mientras los guardias me arrastraban fuera de la sala del tribunal.
Luego, todo se puso negro.
Desde todas las direcciones, me envolvía una cegadora luz blanca.
Estaba tirado en lo que decidí llamar suelo. Me dolía la cabeza, pero aun así logré sentarme. Miré alrededor al superar los mareos, y me di cuenta de que todo era luz. Todo a mi alrededor, era un espacio de luz infinita.
Examiné mis heridas. Bajo mis costillas se encontraba un corte profundo y sangrante. En mi muñeca, una tajadura horizontal abría mis venas, y un camino de sangre recorría mi brazo entero. Lo más curioso es que ninguna de las heridas dolía. Parecían congeladas en el tiempo.
Traté de levantarme, y me dispuse a caminar alrededor a ver qué encontraba.
Caminé por lo que se sintieron horas, y todo era la misma monótona infinidad blanca. Suspiré, y me senté en el suelo. Fue justo entonces que lo vi.
Un conjunto de brillantes letras pequeñas flotaba junto a mí. Entrecerré los ojos mientras me ponía de rodillas, tratando de leerlo, pero las letras desparecían y reaparecían, haciendo engorroso mi trabajo. Estuve varios minutos tratando de distinguir las letras, hasta que por fin logré descifrarlas.
"Esperanza", leí. "Has sido vetado de la existencia en la Tierra".
Sentí un vacío en mi pecho. Yo era la personificación de la Esperanza. Había nacido Esperanza, y muerto Esperanza. ¿Qué significaba todo eso de 'vetado de la existencia'? No era posible…
Mis heridas parecieron volver a abrirse cuando caí en cuenta de la verdad.
Yo había sido el último de la raza Esperanza en la Tierra. Yo había decidido dejar de vivir por no poder soportar ser bueno o malo. Yo había acabado con el legado de mi familia.
Había exterminado por completo toda esperanza en el universo; y ahora, no habrá nadie quien pueda restaurarla.
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